martes, 1 de septiembre de 2009

Verano en el pueblo

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Hemos estado veraneando en un pueblo del norte de España. A su espalda las altas cumbres de la cordillera cantábrica. Al frente, allá en el horizonte, el azul oscuro del mar Cantábrico. Pongamos que se trata de Villanest, una localidad ficticia que, tal vez en verano, alcance los mil habitantes.
Todo debiera ser maravilloso. Y, en ciero modo, lo es, pero... En realidad no todo es tan bucólico como podríamos imaginarnos.
Villanest también sufre algunas de las incomodidades que produce la vida moderna, sobre todo a quien se aloja en los espacios céntricos del pueblo. Para comenzar, el reloj de la casa consistorial toca las horas dos veces y cada cuarto -otra campanita- en una ocasión. Las campanas de la iglesia -católica, por supuesto- llaman a maitines a las siete de la mañana, al Ángelus a las doce del mediodía y a vísperas a las nueve de la noche: tres grupos de tres campanazos cada uno -por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, dicen los fieles del lugar- al que se añaden doce campanazos continuos más -uno por cada apóstol-en cada uno de los momentos citados del día. Vayan haciendo cuentas. Menos mal que todavía España sigue siendo "martillo de herejes" y no facilitamos la construcción de mezquitas con sus minaretes ni otros templos religiosos porque el pueblo se convertiría en una jaula de grillos.
Al poco tiempo de amanecer, la poética imagen del gallo cantarín despertando al personal se ha transformado: ahora es el perrito ratonero del vecino quien demuestra sus cualidades operísticas y se pone a ladrar como un descosido durante un par de horitas de nada. Tal vez esté llamando a la furgoneta del primer panadero que hace su presencia en Villanest -no hay panadería en el pueblo-, atronando con su potente bocina allá donde tiene establecidas las múltiples paradas, para abastecer a sus clientes, la mayoría sufridas amas de casa, que van apareciendo uno detrás de otro como hormiguitas recién desperezadas. El segundo panadero hace lo mismo media hora después. Compite con el anterior más en demostrar capacidad para hacer tronar sus trompetas que en la venta de pan y derivados.
La cosa sólo ha hecho empezar. En la tienda de ultramarinos (qué bonita palabra) de Villanest no hay de todo. Por eso, ahora le toca dejarse oír al altavoz furgonetero del pescadero: "sardinas, bonito, gallos, merluza..." Vuelta a la procesión de lugareñas que le hacen corro. Después le toca el turno al carnicero que anuncia sus productos por el mismo sistema que el anterior, acompañada la carta de carnes por las imprescindibles coplas de Antonio Molina, Farina, el Fary... Verdad es que estos últimos campeones de las rutas comerciales rurales sólo aparecen en días alternos.
Por la tarde, algún día de la semana, tenemos la visita del frutero con su correspondiente concierto popular. Después hace su presencia el chatarrero. "Ha venido el chatarrero señora: recogemos lavadoras, bicicletas,'amotos', calentadores... Señora, está aquí el chatarrero". ¿Por qué se dirige únicamente a las señoras? ¿Pensará que muchos de sus maridos, padres, hermanos están ya para la chatarra y pueden entrar también en el lote?
No nos olvidamos del butanero que aparece los jueves. Este tiene pocos productos que anunciar pero ha de comunicar su presencia. El pueblo se ha convertido horas antes en un jardín monocolor: predomina el naranja de las bombonas junto a las puertas de las casas.
¿Y por la noche? Las motos y coches de algunos jóvenes que tratan de construir su identidad -no se cansan de repetir "aquí estamos"- a base de llamar la atención a los mayores, interpretando el muy noble y leal concierto del tubo de escape. Tampoco faltan los gritos en los bares del entorno, que tienen su continuidad en ruidosas conversaciones arreglando el mundo hasta altas horas de la madrugada.
En fin, todo un auténtico caleidoscopio de sabrosas imágenes y variada sinfonías que dan vida a la jaula de grillos en que por unos días se convierte el pueblo. Y, sin embargo, para quien tiene la oportunidad de pasar sus vacaciones en el pueblo, en el auténtico medio rural, prescindir de estas sensaciones sería caminar hacia una larga melancolía y, tal vez, cargar con una buena depresión.